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    unirá a aquella visión casi olvidada, una noche templada en los alrededores de la clínica, unas
    palabras de funestos augurios y un aliento de un ardiente y violento verano. Una presencia oculta,
    zumbona e inaprensible, que parecía detectarse en hacerle llegar, a todo lo largo del camino, ciertos
    guiños de la luz y algunos cucús apenas perceptibles para demostrarle que estaba dispuesta a seguirle
    hasta aquel lugar secreto. No sabía el Doctor si era el octavo o noveno aniversario pero fue antes de la
    llegada de la República. Le vio primero bajar las escaleras con porte tranquilo y resuelto, el mismo día
    de su llegada, una última tarde de una primavera precoz, vestido con el traje oscuro de ceremonia;
    pero cuando le vio apretó a correr, cruzó junto a él sin mirarle en dirección a la casa de los guardas y
    la puerta de la finca. Luego oyó un único y débil sollozo en el piso de arriba. En el salón de recepción,
    apenas iluminado por la luz del crepúsculo, su madre yacía en el suelo, debajo del mueble,
    observando (su velo se había despojado de su cara por primera vez) el techo de la habitación con la
    supina, muda y absorta atención de quien en los reflejos de la luz sigue los ,avatares de un juego en el
    que ha perdido todos sus envites y agotados sus recursos. No le volvió a ver hasta bien entrada la
    guerra, diez u once años después, en un pasillo del Comité de Defensa, vestido con una guerrera
    militar con las insignias de capitán y una pistola al cinto. No supo qué había pasado entretanto, tal
    vez entre esos dos momentos no media otra cosa que la fuga; como si al abandonar la casa hubiera
    seguido corriendo hasta el año 1938 para detenerse en el único edificio donde él tenía cabida. Es con
    certeza el destino el que-aprovechando un instante sin equilibrio y la poca visión de unos ojos
    cubiertos con un velo negro- impulsará esos pasos infantiles por encima del armario donde se
    guardaba la famosa medalla, para trazar la carrera de un huérfano, un cabecilla y un desertor. De
    debajo del mueble solamente sobresalía una pequeña y arrugada cabeza, como la de esa tortuga que
    en posición invertida ya no pugna por enderezarse y ahorra todo movimiento para prolongar una
    agonía cierta; se había desprendido su velo y -encaramado en el armario- el hijo de María vio por
    primera y última vez la cara de su madre: nada más que dos ojos desmesurados, verdosos y
    alucinantes, alojados en ese montón de podredumbre de que extraían su alimento. Luego tres pasos,
    tres patadas furiosas y un grito de estupor serán suficientes para lanzarle a esa carrera desenfrenada
    y fatídica, ese interminable viaje a la noche del odio y la soledad para huir de cuanto le rodea y olvidar
    la faz de su madre, sepultada bajo el armario, la mano crispada sobre la moneda de oro, convertida
    por la enfermedad de una sangrienta calavera salpicada de mordeduras negruzcas, dos bolas
    luminosas encima de un boquete que despedía un intenso tufo de mucosidades.
    124
    Volverás a Región Juan Benet
    recién conquistada, a la hora de la represión. Pero esa sospecha desgraciadamente se hizo
    extensible también a Juan de: Tomé, y a otros, en el sentido de que sus oficios de última
    hora fueron interpretados como un acto de traición. Más tarde vine a apercibirme de que yo
    había sido su anzuelo y su último recurso de apelación. Fue a través del mismo hilo
    telefónico y fue sin duda su voz, llamándome angustiada en auxilio suyo, quien vino a
    disuadirme de un deber y de un afecto que ya no representaban nada para mí. Yo no lo sabía
    pero aunque lo hubiera sabido tampoco habría acudido. Eso es lo trágico, eso es lo que se
    elevará en aquel momento a los más altos altares del egoísmo criminal, lo que me arrastrará
    a ese falso martirio a través del cual -paradoxalmente- recobraré por la vía de la doblez ese
    puesto en la sociedad al que no tenía ningún derecho. Fue una comunicación única que
    decidió las dos suertes; me lo imagino, vestido con la gabardina mugrienta y las manos
    atadas a la espalda, rodeado de pistolas y guerreras de cuero, y la mirada atenta en el oficial
    que con los auriculares puestos no hacía sino dar voces para reclamar silencio. Supongo que
    él también fue testigo de la misma escena, supongo que no necesitó recurrir a los celos o a
    cualquier otra cosa para escabullirse del cuchitril de la centralilla y venir al gabinete donde
    yo esperaba para apretar mi hombro, hacer un gesto de qué-más-da e intentar distraída,
    mente encender el chisquero. Pero de eso vine a convencerme mucho más tarde, cuando
    purificada por el falso martirio la grey de los vencedores quería -sobre un catre de estudiante,
    en una pueril habitación repleta de muñecos de trapo y trofeos universitarios- hacerme
    olvidar todas las estaciones de aquel' supuesto calvario. Fue en los salones de té de aquel
    primer año de posguerra, en compañía de aquellos engatillados y dicharacheros capitanes
    que habían servido con mi padre y que, entonces, se creían con derecho a tres meses de
    vacaciones, frivolidad y flirteo, antes de incorporarse a sus privilegiadas posiciones, cuando
    comprendí que ni siquiera el saber que se trataba de la voz de Juan hubiera sido capaz de
    alterar aquella decisión provocada por un maligno movimiento de hombros que (pero
    entonces, bajo el influjo de los nuevos uniformes, el gusto del pan blanco y del café de
    Guinea, la horrenda inocencia que parecían destilar aquellos muñecos para devolverme
    durante el sueño a una infancia blanca, su imagen había volado a una zona dominada por la
    incredulidad, el imposible y el no reversible, para quedar preservada por un preparado que el
    destino y el amor combinan para inmunizarle de todos los ataques de una certeza ineficaz e
    inoperante) quería sellar su suerte. Porque cuando la certeza le refiere -en un salón de té, en
    un paréntesis entre los lugares comunes con que, después de tres años de trincheras,
    aquellos militares sabían distraer a una mujer- que se trataba ni más ni menos que del
    asesino de Tomé, hay todo un registro imperecedero que ya no le hará caso y que prefiere
    cargar sobre sí aquella culpa o alterar la única imagen que permanecerá fija en el seno de su
    depravación. Unos días después -no por ser días de calma era menor la incertidumbre;
    nunca fue mayor el pánico ni siquiera cuando atravesamos los frentes, que durante aquellas
    tardes encerrada en un pequeño dormitorio con los cristales forrados de papel, sin poder
    hacer uso de la luz eléctrica, con los oídos atentos al ajetreo de todos aquellos que se
    preparaban para la fuga, temiendo en todo instante que aquella infeliz y espontánea decisión
    de unirse a ellos pudiera ser olvidada, traicionada y abandonada en un cuarto cerrado con
    llave donde la habían de encontrar, humillada y defraudada, los testigos de su desacato- los
    últimos contingentes que defendían la vega del Torce abandonaron sus puestos para
    refugiarse en Región y unirse al éxodo del Comité. Algunos de ellos durmieron en la misma
    casa y, entre otros, aquellos dos hermanos alemanes, probablemente los últimos
    supervivientes de aquel batallón Theobald que venía luchando sin interrupción desde finales [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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