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    de una cincuentena de doncellas elegidas por �l mismo. La propia Anacaona
    era la encargada de retirar a las que iban envejeciendo despu�s de los
    diecisiete a�os, y ella misma las reemplazaba, pues conoc�a las aficiones y
    los gustos del rey. Todo esto le parec�a muy extra�o al Almirante y
    renunciaba a entender, aunque envidiaba, fascinado, la lógica de las
    costumbres indianas sobre todo en lo referente al comercio sexual.
    Caonabó le habló del temor a los can�bales, que ellos llaman caribes.
    El abuelo de Caonabó hab�a abjurado del h�bito bestial de su antiguo
    pueblo, y �stos manten�an a Caonabó bajo permanente amenaza aunque sin
    atreverse a atacarlo. El Almirante le dijo que no temiese m�s; que los Reyes
    de Castilla y Aragón le hab�an enviado para destruir a los can�bales y que a
    todos los que quedasen vivos los har�a traer con las manos atadas. Mandó
    disparar una lombarda y una espingarda contra un �rbol para mostrar al rey
    la potencia de sus armas. El efecto de los tiros fue tremendo. El rey y su
    gente cayeron todos a una en tierra tap�ndose los o�dos y exhalando alaridos
    desjuiciados ante el �rbol desquiciado y en llamas.
    Se levantaron despu�s y empezaron a danzar en torno al �rbol,
    encabezados por el rey y por el cham�n, por manera de una ceremonia ritual
    propiciatoria. Invitaron al Almirante a participar en la danza, y �l tuvo que
    hacerlo sin ning�n ritmo, muy desgarbadamente. La m�scara, los collares y
    la renguera de sus pies llagados, le convert�an ahora en espantap�jaro de los
    mitos solares en medio de las risas de los indios que se burlaban de la
    inconcebible torpeza del hombre llegado del cielo.
    Parte XLVIII
    Cuenta el ermita�o
    El Almirante preparaba su regreso a Espa�a. Ya hab�a descubierto las
    siete principales islas de las Antillas; tomado posesión dellas y puestos
    nombres cristianos. San Salvador, la Isabela, Fernandina, la Magdalena,
    Jamaica, el litoral de la Juana, parte de la inmensa isla de Cuba, la que un
    principio �l creyó que era la tierra firme. Iba a descubrir otras ocho mil islas
    m�s. Acompa�� tambi�n al Almirante a la Isla de las Mujeres, en el Valle
    del Para�so. Estaba �l seguro de encontrar a los hijos del Piloto desnocido y
    de los dem�s hombres de la tripulación, de origen espa�ol, que naufragaron
    en esa isla, seg�n la historia que �l me relató, y que yo ya la conoc�a por
    referencias de los ind�genas.
    En la población de mujeres encontramos, en efecto, una veintena de
    muchachas de tez completamente blanca, algunas de ellas con cabelleras
    rubias y ojos azules o claros o pardos. Ninguna de ellas pasaba de la ado-
    lescencia. El encuentro conmovió mucho al Almirante. Las doncellas
    mestizas hablaban la lengua ta�na con mezcla de giros, expresiones y
    palabras hisp�nicas, que formaban un dialecto muy dulce y pintoresco.
    El Almirante les preguntó sobre sus hermanos. Ellas dijeron que
    hab�an sido cautivados y devorados por los caribes. Preguntóles tambi�n por
    Pedro Gentil, que se hab�a quedado a vivir en la isla. Una de sus hijas dijo
    con l�grimas y temor que tambi�n �l hab�a corrido la misma suerte.
    Preguntóles el Almirante si quer�an viajar a Espa�a para conocer la tierra de
    sus padres. Algunas aceptaron la invitación con cierta reticencia. El
    Almirante tomó a siete de ellas en las que los rasgos y el modo de ser eran
    t�picamente andaluces y hasta marcadamente moriscos. Las hizo vestir con
    unas t�nicas de novicias muy blancas que para el efecto llevaba, y las
    condujo a la nave tras la despedida con abrazos y llantos de las que se
    quedaban a cumplir su triste suerte.
    En el Cibao, que el Almirante bautizó La Espa�ola, despu�s de su
    encuentro con Caonabó, se�or de la Casa del Oro, el rey m�s poderoso de la
    isla, hab�a otros tres reyezuelos principales bajo su dominio, llamados
    Higuam�, Behechio y Guarionex. Pese a la voluntad de Caonabó y de su
    mujer Anacaona, estos tres r�gulos eran rehacios a someterse a la autoridad
    del Almirante y pagar los tributos que les exig�a. Me hizo llamar �ste y me
    pidió que yo fuese a vivir en el reino de Guarionex, se�or de muchos
    vasallos y poder que reg�a en la Vega Real, contigua al Cibao. Me dijo que a
    la causa de la Corona y del Papado conven�a grandemente convertir a
    Guarionex y a su gente a nuestra Fe cristiana, y que tratase yo de hacerlo
    como mejor pudiese; que por all� deb�a yo comenzar la tarea de
    evangelización de los gentiles en el vasto archipi�lago.
    As� lo hice. Me traslad� a la Vega y all� viv� en una cueva. Ven�a a
    verme Guarionex y se extra�aba mucho de que pudiese yo vivir como una
    bestia de los montes. Le hice entender que Dios prove�a a los m�s
    necesitados de sus hijos. Me pas� todo el tiempo ense��ndoles, a �l a y los
    suyos, el Padre Nuestro, el Ave Mar�a, el Credo y todas las otras oraciones y
    cosas que son propias de un cristiano. Al principio mostró buen deseo y
    muy dócil voluntad, y �l mismo evangelizaba a su modo a los de su casa y
    les hac�a rezar las oraciones tres veces por d�a.
    Ya estaba a punto de abrazar nuestra Doctrina, �l y m�s de dos mil de
    los suyos. Hab�a yo preparado el bautismo general para el Viernes Santo,
    d�a de la Crucifixión de Nuestro Se�or Jesucristo. Todos se hallaban muy
    contritos y demostraban mucho fervor y dolor por el sacrificio del Redentor
    del mundo. A la salida y puesta del sol prorrump�an en grandes lamen-
    taciones.
    Para fracaso de esta conversión llegó un fugitivo trayendo la noticia
    del prendimiento, por los hombres blancos de Caonabó, de Anacaona y de
    muchos otros aliados principales del rey de Cibao. Guarionex se enojó
    mucho y me mandó expulsar con harta cólera, maldiciendo a los
    sanguinarios hombres blancos. Volv� al fuerte de la Navidad. Desorientado
    y perdido, vagu� m�s de cien leguas entre alima�as y fieras a las que Dios
    hizo que me perdonaran la vida. En el fuerte me enter� de la expedición de
    Hojeda, Rold�n Xim�nez y Corval�n contra el rey del Cibao y la isla de los
    caribes. Todo esto ocurrió mientras el Almirante regresó a Espa�a y estuvo
    ausente all� durante mucho tiempo.
    Encontr� al Almirante, reci�n llegado con muchos barcos, hombres, [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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