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    preferencia que él daba a la escultura humana con velos, sobre el
    desnudo puro. ¿Por qué le excitaba más el velo que la carne? No
    se lo explicaba. Veía la rolliza pantorrilla de una aldeana descalza
    de pie y pierna ¡y nada! Veía una media hasta ocho dedos más
    arriba del tobillo... ¡y adiós idealismo! Y así fue esta vez. Es más;
    si la media de Obdulia no hubiera sido escocesa, tal vez el mozo
    no hubiese perdido la tranquilidad de su reposo idealista; pero
    aquellos cuadros rojos, negros y verdes, con listillas de otros
    colores, le volvieron a la torpe y grosera realidad, y Obdulia notó
    en seguida que triunfaba.
    Para la viuda, uno de los placeres más refinados era «una
    sesión» alegre con uno de sus antiguos amantes; aquello de no
    241
    Leopoldo Alas, «Clarín»
    principiar por los preliminares le parecía delicioso. ¡Después, los
    recuerdos tenían un encanto! ¡Saborear como cosa presente un
    recuerdo! ¿Qué mayor dicha? Paco había sido su amante. Ella
    hubiera preferido a Mesía, que estaba en las mismas condiciones
    y era mucho más antiguo. ¡Pero Álvaro estaba hecho un salvaje!
    La trataba como don Saturnino, antes de atreverse; con la finura
    del mundo y la miraba con la indiferencia fría y honrada con que
    la miraba el señor Obispo. Estaba segura de que ni al Obispo ni a
    Mesía les sugería su presencia jamás un deseo carnal. Era
    intratable aquel don Álvaro. También lo era el Obispo. Y, sin
    embargo, bien lo sabía Dios, ella le había sido fiel -a Mesía, por
    supuesto-; todavía le amaba o cosa parecida. Le hubiera preferido
    siempre a todos. Pero él no quería ya. Aquello se había acabado.
    Se habían cansado de jugar a los cocineros. Visita era la que
    todavía encontraba placer en registrar cacerolas, y revolver
    vasares, armarios y alacenas. Siempre hablaba con alguna
    golosina en la boca. Pedro notó que guardaba en una faltriquera
    terrones de azúcar y papeles de azafrán puro, que se consumía en
    la cocina del Marqués, con gran envidia de la urraca ladrona.
    También almacenó entre las faldas un paquete de té superior.
    Cada uno de estos hurtos los amenizaba con carcajadas,
    explicaciones humorísticas que ya no hacían reír. Todos sabían
    que aquél era el vicio de doña Visita.
    Las señoras dejaron a los criados el cuidado de la merienda y
    se fueron a lavar las manos, y arreglar traje y peinado. Ya sabían
    dónde estaba el tocador para tales casos. Era la habitación donde
    había muerto la hija segunda de los Marqueses. Ya nadie pensaba
    en esto. Allí estaba el lecho, pero no quedaba de la pobre niña ni
    una prenda, ni un recuerdo.
    242
    La Regenta
    Mesía y Paco entraron con las señoras, ¿por qué no? Se
    conocían demasiado para fingir escrúpulos. Además, «no se les
    había de ver nada», como dijo Obdulia. Paco y la viuda se lavaron
    juntos las manos en una misma jofaina; los dedos se enroscaban
    en los dedos dentro del agua. Era un placer muy picante, según
    ella. Esto les recordó mejores días. El sol que se acercaba al
    ocaso, entraba hasta los pies de la cama y envolvía en una aureola
    a aquella pareja de aturdidos. El calor del fogón, las bromas y la
    faena habían encendido brasas en las mejillas de Obdulia; una
    oreja le echaba fuego. Estaba excitada, quería algo y no sabía qué.
    No era cosa de comer de fijo, porque había probado de cien
    golosinas y hasta algo de la comida del Marqués por chanza.
    Visitación y Mesía, más tranquilos, conversaban al balcón,
    apoyados en el hierro frío del antepecho. «No volverían la cara;
    estaba ella segura». Entre estos camaradas, jamás se falta a ciertos
    pactos tácitos.
    El Marquesito soltó una carcajada.
    -¿De qué te ríes? -dijo Obdulia.
    -De Joaquinito Orgaz, el flamenco que andará buscándote por
    todas partes. Es chusco, ¿eh?
    Obdulia meditó y al fin rió a carcajadas. «Era chusco, en
    efecto». Se había sentado sobre la cama de la difunta. Los pies de
    la viuda se movían oscilando como péndulos. Se veía otra vez la
    media escocesa. Ahora se veían dos. Obdulia suspiró. Se habló de
    lo pasado. «En rigor, siempre se habían querido; había algo que
    les unía a pesar suyo. Se tronaba porque la constancia es
    imposible y hastía al cabo; eran ridículas unas relaciones muy
    largas; esto lo habían aprendido los dos en Madrid. Los
    matrimonios deben aburrirse a los dos años, a más tardar; los
    arreglos pueden tirar algo más, poco».
    243
    Leopoldo Alas, «Clarín»
    -Pero, ¿verdad -dijo Obdulia, poniéndose más guapa- que esto
    de encontrarse de vez en cuando se parece un poco a un buen día
    de sol en invierno, en esta tierra maldita del agua y la niebla?
    -¡Magnífico! -exclamó Paco-. Es verdad; una cosa sentía yo
    que no sabía explicarme..., y era eso.
    Y como le pareciera alambicado y poético este sentimiento, se
    consagró a enamorar de todo corazón a la viuda por aquella tarde. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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