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    intenciones del hombre que vivía en aquel sitio tan singular, excepto que debía de tratarse de alguien de
    costumbres espartanas y muy poco preocupado por las comodidades de la vida. Al recordar las intensas
    lluvias y contemplar el techo agujereado valoré la decisión y la resistencia necesarias para perseverar en
    alojamiento tan inhóspito. ¿Se trataba de nuestro perverso enemigo o me había tropezado, quizá, con nuestro
    ángel de la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin saberlo.
    Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en escarlata y oro. Las lejanas charcas situadas en
    medio de la gran ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. También se veían las torres de
    la mansión de los Baskerville y más allá una remota columna de humo que indicaba la situación de la aldea de
    Grimpen. Entre las dos, detrás de la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado por la dorada luz del
    atardecer todo parecía dulce, suave y pacífico y, sin embargo, mientras contemplaba el paisaje mi alma no
    compartía en absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la imprecisión y el terror de aquel
    encuentro, más próximo a cada instante que pasaba. Con los nervios en tensión pero más decidido que nunca,
    me senté en un rincón del refugio y esperé con sombría paciencia la llegada de su ocupante.
    Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una bota que golpeaba la piedra. Luego otro y otro,
    cada vez más cerca. Me acurruqué en mi rincón y amartillé el revólver en el bolsillo, decidido a no revelar mi
    presencia hasta ver al menos qué aspecto tenía el desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería decir
    que mi hombre se había detenido. Luego, una vez más, los pasos se aproximaron y una sombra se proyectó
    sobre la entrada del refugio.
    -Un atardecer maravilloso, mi querido Watson -dijo una voz que conocía muy bien-. Créame si le digo que
    estará usted más cómodo en el exterior que ahí dentro.
    12. Muerte en el páramo
    Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar crédito a mis oídos. Luego recobré los
    sentidos y la voz, al mismo tiempo que, como por ensalmo, el peso de una abrumadora responsabilidad
    pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía pertenecer a una persona
    en todo el mundo.
    -¡Holmes! -exclamé-. ¡Holmes!
    -Salga -dijo- y, por favor, tenga cuidado con el revólver.
    Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra en el exterior del refugio, los ojos
    grises llenos de regocijo mientras captaban el asombro que reflejaban mis facciones. Mi amigo estaba muy
    flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro tostado por el sol y curtido por el viento. Con el traje
    de tweed y la gorra de paño parecía uno de los turistas que visitan el páramo y, gracias al amor casi felino por
    la limpieza personal que era una de sus características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan bien
    afeitadas y su ropa blanca tan inmaculada como si siguiera viviendo en Baker Street.
    -Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida -dije mientras le estrechaba la mano con
    todas mis fuerzas.
    -Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?
    -Así es, tengo que confesarlo.
    -No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a veinte pasos de la puerta no tenía ni
    idea de que hubiera descubierto mi retiro provisional y menos aún de que estuviera dentro.
    -¿Mis huellas, supongo?
    -No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus huellas entre todas las demás. Si se
    propone usted de verdad sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero, porque cuando veo una colilla en la
    que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson se encuentra por los alrededores. Puede usted
    verla ahí, junto al sendero. Sin duda alguna se deshizo del cigarrillo en el momento crucial en que se abalanzó
    sobre el refugio vacío.
    -Exacto.
    -Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de que estaba emboscado, con un arma al
    alcance de la mano, en espera de que regresara el ocupante del refugio. ¿De manera que creyó usted que era
    yo el criminal?
    -No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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