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ENCYKLIKA 1985. Jan PaweśÂ‚ II Slavorum apostoli
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    su archienemigo Reinaldo de Chátillon, al sureste del mar Muerto.
    Durante la batalla indefinida en el Llano de Jezreel, ni Simon ni
    Pierre habían entrado en combate cuerpo a cuerpo, salvo con la lan-
    za, si bien Simon había abatido a cuatro escitas durante el intercam-
    bio de flechas.
    Para sorpresa suya, tanto él como Pierre habían sido alcanzados
    por varias flechas sarracenas, pero las ligeras saetas de caña no habían
    logrado penetrar ni sus armaduras ni los acolchados petos de sus
    monturas. Tampoco Belami tuvo ocasión de utilizar su hacha de gue-
    rra y también él recibió varias flechas escitas, sin que atravesaran su
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    cota de malla.
    --He visto cruzados que parecían puerco espines -comentó-
    con flechas sarracenas clavadas en sus sobrevestas. Sin embargo, un
    par de ellas hicieron verdadero daño, al alcanzar el cuello, la cara o
    una mano desprotegida. La lección es simple. Mantener todas las par-
    tes del cuerpo bien cubiertas y la cabeza baja durante las lluvias de
    flechas que disparan desde largas distancias.
    Todo aquello había sido un anticlímax. La ardiente discusión que
    tuvo lugar en Jerusalén giró sobre la peligrosa indecisión de Guy de
    Lusignan. Algunos, como De Chátillon y Raimundo III de Trípoli, le
    acusaron llanamente de cobardía. El moribundo rey estaba conm~
    cionado y rabioso.
    En su horrible estado, el pobre desgraciado había pedido a De
    Lusignan que le instalara en la ciudad de Tiro, donde la brisa marina
    sería beneficiosa para la lepra que le devoraba. En un acto inhuma.
    no, De Lusignan rehusó hacerlo. Con las débiles fuerzas que le que-
    daban, el rey Balduino IV depuso al regente y proclamó a su sobrino,
    que también se llamaba Balduino, el hijo de seis años de su hermana
    Sibila, heredero suyo.
    De Lusignan se puso furioso y regresó a Ascalon, otra de sus pose-
    siones. Entonces sorprendió a todos negándose a obedecer al rey mori-
    hundo. Belami quedó tan pasmado como los demás.
    -Ello sólo demuestra cómo han cambiado las cosas mientras
    estuve lejos de Tierra Santa. Hubiese apostado hasta mi último cén-
    timo que De Lusignan era un buen comandante y un honorable caba-
    llero. Hasta esperaba que el Alto Consejo le nombraría a él antes que
    a De Chátillon o a Raimundo III de Trípoli. ¡Por Judas Iscariote, esta-
    ba equivocado!
    El recio servidor meneó la cabeza azorado.
    -He visto a Guy de Lusignan en el campo de batalla, luchando
    junto a Odón de Saint Amand. En aquella época combatía bien. Me
    pregunto qué mujer le habrá doblegado la voluntad.
    Simon se sonrió.
    -Lo que dices se parece más a lo que diría el hermano Ambrose
    que Belami. «El engendro del maligno», era como describía a las muje-
    res. Sea como fuere, ¿por qué una mujer? Quizá el daño lo ha cau-
    sado una enfermedad.
    -Es posible -replicó Belami-. Pero parece bastante sano.
    Mi instinto me dice que se trata de una mujer. ¿Tal vez la hermana
    del rey, Sibila? Dios sabe que es bastante ambiciosa y es la esposa
    de De Lusignan. ¡Si! ¡Esa debe de ser la respuesta! Por qué otro
    motivo De Lusignan negaría la alianza al rey si no por la resuelta
    ambición de Sibila? De alguna manera, presiento que Sibila está
    detrás de todas estas súbitas indecisiones y vacilaciones. Tal vez ten-
    ga algún acuerdo secreto con su esposo. ¡Quién demonios lo sabe!
    El veterano se encogió airadamente de hombros y escupió cer-
    teramente a un escarabajo, que corrió en busca de refugio..
    Su estallido sorprendió a los jóvenes servidores, que nunca habí-
    visto a Belami enfadado a causa de la política. Hasta entonces,
    abia seguido los cambios en el campo de la política encogiéndose
    nicamente de hombros.
    En realidad, Belamí estaba profundamente resentido por la defec-
    ción de De Lusignan. Se había producido en el peor momento posi-
    ale, con Saladino en acción, el rey en las etapas finales de la lepra y
    los barones divididos.
    -¿Qué endemoniado embrollo! -renegaba Belami-. Mes amis
    -agregó, dirigiéndose a sus camaradas más jóvenes-, estáis a pun-
    to de ser testigos de algo que no había ocurrido en muchos años. -
    hizo una dramática pausa-. ¡Yo, Belamí, servidor mayor de la Orden
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    del temple, voy a emborracharme hasta caerme muerto!
    Cosa que hizo, y terminó por hacer destrozos en una taberna has-
    Ta que fue dominado con grandes esfuerzos por diez soldados de la
    guardia. Nadie recibió heridas graves, salvo unos cuantos moretones
    y la pérdida de algunos dientes. El tabernero recibió una compensa-
    ción por daños de parte del tesorero de la Orden. Belami fue severa-
    mente reprendido por Arnold de Toroga, al igual que Simon y Pierre
    por haber acompañado y apoyado a su superior. La resaca, sin embar- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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